La Iglesia Católica atraviesa una etapa compleja, y no por falta de fe, sino por un exceso de confusión. Se habla, con cierta superficialidad, de una pugna entre “conservadores” y “progresistas”, como si la Iglesia fuera un campo de batalla ideológico y no la casa común de la verdad revelada. Pero, ¿hasta qué punto esta narrativa está siendo usada para justificar agendas que poco tienen que ver con el Evangelio?
Desde el Concilio Vaticano II, ciertos sectores dentro de la Iglesia han impulsado una apertura al mundo moderno. En el último pontificado, este proceso se ha acelerado de forma que muchos fieles ya no saben si están asistiendo a un acto litúrgico o a una declaración sociopolítica con sotana.
Es cierto que todo debate es legítimo, pero cuando lo que está en juego es la fidelidad doctrinal, no se puede disfrazar de "diálogo" lo que es, en el fondo, una ruptura. Algunos sectores "progresistas" parecen obsesionados con agradar al mundo, como si el éxito de la Iglesia se midiera en likes o aplausos seculares. En cambio, los llamados "conservadores" son tratados como obstáculos, cuando en realidad son los guardianes de la coherencia católica.
¿Es eso polarización o simplemente resistencia a la dilución doctrinal? La Iglesia no puede ser todo para todos sin dejar de ser ella misma. El catolicismo no es una ideología moldeable al gusto de la época: es la custodia de una verdad que no caduca, aunque incomode.
Pronto se celebrará un nuevo cónclave, y más que un ejercicio de discernimiento espiritual, podría convertirse en una puja geopolítica dentro del Vaticano. ¿Se elegirá a un papa que reconcilie o a uno que profundice las divisiones? El riesgo está claro: si se sigue premiando la ambigüedad teológica en nombre de la inclusión, se corre el peligro de perder lo esencial por lo accesorio.
La Iglesia no necesita reinventarse para seguir siendo luz del mundo. Lo que necesita es recordar que la fe no se adapta, se predica.
Quizás, entonces, la pregunta no sea cómo “caminar juntos”, sino hacia dónde estamos caminando. Porque no todos los caminos llevan al cielo. La unidad es necesaria, pero no a cualquier precio. La comunión sin claridad no es virtud, es concesión.
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